sábado, 9 de octubre de 2021

Kazajistán


Ruta: Aqtau - Almaty - Korday.

A pesar de haber sido éste, como para los comerciantes de la ruta de la seda, un país de tránsito, trataré de exponer a grandes trazos las impresiones de nuestra breve, aunque extensa incursión en el territorio kazajo. 
Tras dos días aproximadamente cruzando el Caspio, nuestro ferry atracó en Aktau. Como dato anecdótico, esa había sido la primera frontera atravesada por vía marítima en lo que va de viaje. Al desembarcar, las señales en ruso o kazajo escritas en alfabeto cirílico, junto con la mezcla de rasgos túrquicos y mongoles de sus habitantes, derivada del mestizaje de sendos pueblos nómadas durante las cruzadas esteparias, empezaron a recordarme lo lejos que también mi ruta, como la suya de la seda, me había llevado ya respecto a mi tierra natal. Para formalizar nuestra situación legal, finalizado el control de pasaportes en la oficina portuaria de Aktau, aún debíamos solicitar un sello para la hoja de registro. Para ello, entre las plataformas petrolíferas y tuberías arqueadas por encima de la carretera de las afueras nos dirigimos al Departamento de Inmigración de la Policía ubicada en el centro urbano, donde conocimos a dos parejas de viajeros alemanes de avanzada edad, que habían explorado ya 15 paises, partiendo de Munich en 4x4 completamente adaptados al uso doméstico (con camas, wc, etc) y que como nosotros, aguardaban pacientemente la resolución del último escollo burocrático. Espera que afortunadamente amenizó nuestro intercambio de impresiones e información relativa a los lugares visitados. Tan a gusto estábamos, que ya con el sello estampado, acordamos reunirnos más tarde en una playa donde nos indicaron que iban a estacionar para pernoctar. Para llegar, en un agradable paseo en bicicleta, atravesamos Aktau enfrascados en la suave brisa marina con olor a salitre. La ciudad, cuya inmensa área metropolitana se ubica en un enclave estepario, formado por grandes llanuras áridas que se extienden desde la misma orilla del Caspio, en su amplitud espacial, al no precisar de crecimiento vertical, se alzaba principalmente en edificios de una sola planta, siendo en general, una arquitectura urbanística bastante mediocre y funcional, a excepción de los elevados bloques de algunos hoteles de lujo y las originales esculturas que desamparadas, en ausencia de zonas verdes, trataban de embellecer las principales plazas. Al llegar, tras saludar de nuevo a nuestros nuevos colegas, nos dispusimos a bañarnos, aprovechando los últimos rayos de sol, que iban a secar nuestros cuerpos empapados por el Caspio. Sus precarias playas eran pedregosas y forradas de resbaladizas algas, que conferían una oscura tonalidad a un agua, que no cubría lo suficiente como para sumergirnos. Asi que, con suma precaución, manteniendo el equilibrio, tuvimos que contentarnos con un simple remojón. Poco después, una sublime puesta de sol despuntaría entre las nubes, pintando el cielo de rojizos reflejos, que se proyectaban sobre las cambiantes olas. En este caso, la naturaleza volvía a ensalzar la lúgubre escena creada por el hombre, logrando estremecernos. Al anochecer, en busca de un lugar de acampada, recorrimos un paseo marítimo atestado de sonrientes borrachos que antes indiferentes, ahora acudían atropellandamente abordándonos con descaro. Hubo incluso un amago de atraco, que supimos burlar con astucia. Pensé, que tal vez el carácter diurno percibido en esta región, seco como su tierra, precisaba mayormente ser regado con el vodka de una falsa felicidad inducida o que remitiéndome al tópico, esa fuera su fatal herencia de los afamados bebedores rusos durante la ocupación soviética. Esa noche bivaqueamos en un descampado y al día siguiente recorrimos los 20km que distaban hasta la estacion de tren, habiendo decidido que el simple reto deportivo no era motivo suficiente para compensar la pesadumbre de los 3000km de estepa que nos aguardaban, en el inevitable rodeo político q implicaba esquivar Uzbekistán (ruta más directa) por el norte del Mar de Aral. Una vez allí, comprobamos estupefactos, como nuestro tren ya había partido, por lo que no quedó más remedio que comprar billetes con anticipación y esperar un día más. Con objeto de ahorrar, optamos por la clase más económica y por buscar un lugar oculto donde pasar la que iba a ser nuestra última noche en Aktau. La gran planicie potenciaba la exposición de nuestra tienda, por lo que tras mucho merodear por la zona, acordamos que la cavidad de un horno crematorio de basura, cercano a las vías del tren, haría las veces de choza. Al amanecer, nos apresuramos a regresar a la estación, no fuera que cualquier malentendido en la comunicación diera nuevamente al traste con nuestras expectativas. Un acierto, pues aún no nos habían informado de la obligatoriedad de obtener la documentación necesaria para facturar nuestras bicis junto al equipaje. Tarea que, entorpecida por la picaresca de algunos estafadores, también incluidos entre el propio personal, retrasó la localización del servicio oficial de facturación, haciéndo que llegáramos al tren prácticamente sobre el bocinazo de salida. No obstante, pese al los nervios, habia valido la pena, ya que más allá de un volátil acuerdo de palabras, al menos contábamos con la seguridad de un documento acreditador con el que en caso necesario poder reclamar nuestras pertenencias. El interior del tren, estaba compuesto de dos filas de literas plegables a cada lado, que formaban entre sí un angosto pasillo. Entre vagones había una sucia y maloliente letrina a la que con un letrero injustamente denominaban lavabo (TOILET). A nosotros nos asignaron dos literas superiores, por lo que en todo momento debíamos procurar no molestar a quienes se hallaban debajo, al acceder con objetos que se nos pudieran caer. Nos acomodamos y como en una buena sesión de cine, desde el cristal de la ventanilla como pantalla, empecé a observar el espectáculo. Tal era la inmensidad, que pese a la velocidad media del tren de unos 75km/h, la monotona secuencia, al igual que en bicicleta, evolucionaba con suma lentitud, en fases en que casi imperceptiblemente el ocre de la tierra se moteaba en mayor o menor concentración de los sufridos arbustos, únicos supervivientes de la dureza climática. Entonces, pensé que la propia tierra como cualquier mar u océano, había cercado a los kazajos como isleños, obligándolos a recorrer grandes distancias para escapar hacia otros asentamientos. Hecho que justificaría la baja densidad de población (6 habitantes por km2) del que por otra parte es el noveno país más extenso del mundo, aunque de superficie mayormente inhabitable. Un reino de naturaleza muerta, en que muy esporádicamente, las últimas charcas procedentes del deshielo como improvisados abrevaderos de los camellos o manadas de caballos salvajes, con los que elaboran sus delicias culinarias, aparecían para vivificar la escena. Cada vez que el tren estacionaba, comerciantes de todo tipo acudían a ofrecer sus productos a los pasajeros. Algunos habían montado sus puestos ambulantes justo a las puertas de salida y otros incluso, aprovechaban el tiempo de parada para entrar a ofrecer su mercancía a quienes habían preferido permanecer descansando en el vagón. La variedad de productos era sorprendente, tales como refrescos, pan, pescado seco, helados, leche recién ordeñada a granel, dombras (instrumento nacional similar a un laúd de 2 cuerdas), componentes de telefonía o ropa, que ayudaban a aprovisionar a los pasajeros, haciendo más llevadero el trayecto y al mismo tiempo, también la remota subsistencia de los vendedores. Respecto a la interacción social, dentro del vagón, permanecia atascada. A veces, los observaba contemplativo, olvidando mi condición de extranjero, hasta que sus desconcertadas y curiosas miradas me remitían de nuevo a los parámetros de mi piel. Es la mirada del otro quien nos hace diferentes. Estaba claro, que nuestros compañeros kazajos, de las regiones más orientales y caspianas, más bien reservados y poco familiarizados con el turismo, difícilmente iban a tomar la iniciativa. Cabe decir que también nosotros lo evitamos, en previsión de un silencio incómodo, producido por las limitaciones en la comunicación. No obstante, responsabilizándome recordé la advertencia de Emerson: "Nadie debe viajar hasta que no haya aprendido el idioma del país que visita. De lo contrario se convierte voluntariamente en un bebé, tan indefenso y ridículo." Aunque en una vuelta al mundo resulte prácticamente una utopía pretender conocer todas las lenguas, una buena estrategia sería al menos aprender el vocabulario más básico, que cubriera las necesidades comunicativas. Entre mis divagaciones, el milagro sucedió sin más, cuando el más osado de ellos, rompió el hielo, al solicitarnos una foto de grupo y el resto, al observar nuestra afable respuesta empezó a congregarse alrededor. Una cosa llevó a otra y fuimos ganando confianza hasta que nos invitaron a cenar junto a ellos. Fue una agradable velada y aunque pronto las palabras se agotaron, las sonrisas y los gestos de cortesía taparon los huecos que dejaron aquellas que no pudimos pronunciar. En nuestro último dia de trayecto, el verde volvió a colorear nuestras vidas. A unos 500km para Almaty, la vegetación se hizo más tupida, recordándome a Mongolia, con pequeños desniveles redondeados, que ondeaban el paisaje, sobre los que como espolvoreadas, un disperso manto de flores amarillas representaban allí la primavera en su máximo esplendor. Desde ese punto, sentí ganas de estar al otro lado del cristal. Lamenté el estar encarrilado, la velocidad con que dejábamos atrás los bellos recodos. Comencé a añorar la sensación de libertad del pedaleo y las paradas a voluntad para apreciar el entorno. Ese fue el marco que tras 78h de viaje encuadró nuestra llegada a Almaty, la segunda principal ciudad del estado, antigua capital durante el imperio soviético y cita obligada de los nómadas durante la ruta de la seda. Tanteando, a ciegas, sin dominio del lenguaje, fuimos vagabundeando por sus calles al acecho de una habitación barata. Al parecer la palabra clave, segun nos asesoraron era "kuartera". El término iba referido a un curioso sistema de hospedaje en que una casera se situaba en plena calle agitando un manojo de llaves, debiendo uno acercarse a ella para regatear y acordar el precio de una habitación. Después de varios intentos frustrados de timo al turista despistado, conseguimos un precio razonable. Nos instalamos y hambrientos, fuimos a cenar a una hamburguesería cercana. El aire era gélido y sorprendentemente, para la época, comenzo a nevar. ¡Un placer observar la caída de los copos a cubierto! Esperamos que amainara y regresamos a la habitación. A la mañana siguiente, visitamos Almaty. La ciudad tenía diversos atractivos turisticos, concentrados en una manzana, fuera de los cuales, la sosura urbanística era notablemente embellecida por las imponentes cumbres nevadas que parecían custodiar la metrópolis desde la distancia. Dicha "manzana", casualmente origen etimológico de Almaty, según pudimos comprobar por GPS, era un cuadrado cuyo perímetro comprendía: el Museo de los Instrumentos, la Gran Mezquita Central y la Catedral Ortodoxa de Zenkov, en el parque de Panfilov frente al fuego fatuo y las estatuas bélicas conmemorativas de los 28 guardianes de la tropa de Panfilov. Para mí lo más impactante fue el colorido rayado de la fachada de la catedral de Zenkov, que salvando las diferencias, se daba un aire arquitectónico similar al Kremlin. Allí coincidimos con un grupo de turistas chinos que estaban recorriendo la ruta de la seda en una motocicleta, escoltada por un 4x4. Nos retratamos junto a ellos y preguntando por la salida hacia Biskek, reemprendimos la marcha. Como pudimos comprobar los lugareños de esta region occidental Kazaja, eran más amables y receptivos en general. Es lógico, que en un pais tan enorme, existan variaciones notables. Es curioso observar como, en general, la influencia religiosa, cultural, climática y geográfica de los pueblos condiciona su carácter. Por ahora, podría concluir de forma orientativa que culturalmente, las civilizaciones se desarrollan sobre su substrato histórico y que las sociedades orientales parecen más orientadas hacia el bienestar de la comunidad, en contrapartida al individualismo occidental, que la climatología suele ser un reflejo de la simpatía de sus gentes, siendo por tanto cada acogida tan cálida como su region y que geográficamente, en las zonas rurales, aunque menos pobladas, sin embargo, paradójicamente existe más humanidad o que cuanto más fronterizo es un pueblo, más absorbe la esencia de su vecino estado. En este caso, incluso fisonómicamente el mestizaje y la mezcla de los rasgos singulares de ambos, podría ser indicativo suficiente para determinar su propia ubicación. Pej: la tez morena y los ojos medianamente rasgados de los kazajos, concuerda con el encuentro de los nómadas túrquicos y mongoles, que podría situarlos en la estepa. 
El camino de aproximadamente 250Km entre Almaty y Bishkek fue una sucesión de suaves ondulaciones en las que pudo apreciarse un privilegiado paisaje compuesto por tres capas diferenciadas: en primer plano los verdes pastos en que retozaban manadas de caballos salvajes con dispersas arboledas en que anidaba la plaga de cuervos cuyo persistente graznido compuso en todo momento nuestra sombra acústica. A continuación, una especie de dunas forradas de un intenso manto de color caqui sobre el que presidiendo, de fondo, se erguían las elevadas moles blancas de las montañas de Tian Shan. La intensidad cromática de la tierra iluminada por la explosión celeste de los cambiantes reflejos de las progresivas fases solares, como surgida de los más fantasiosos cuadros, siendo tan real como era, cortaba la respiración. Cabe decir también, que en este trayecto al margen de la naturaleza, pudimos gozar de una serie de afortunados encuentros con amables personas que hicieron gala de la afamada hospitalidad de la zona. En primera instancia, un pastor ortodoxo y uno de sus feligreses, nos guiaron mostrándonos su catedral y obsequiándonos con una comida compartida junto a unas monjas de su congregacion, al término de la cual debíamos permanecer hasta el fin de una oración cantada en ruso, supongo que con objeto de agradecer los alimentos recibidos. Posteriormente en una gasolinera en que paramos para comer, un buen hombre que había escuchado nuestra historia mientras respondíamos a los curiosos, nos sorprendió regalándonos un tetrabrik de zumo multifrutas a cada uno, néctar de dioses que nos supo a gloria, en los momentos de mayor fatiga. Finalmente, a unos 70 km para Korday, pueblo fronterizo antes de cruzar a Kirguizistán, un camión estacionó en el arcén por el que transitabamos. Puesto que era jueves y temíamos que el fin de semana retrasará los trámites de obtención del vísado indio en Bishkek, acordamos proponerle al conductor que por favor, nos acercara a Korday si es q el también se dirigía alli. Inmediatamente accedió, aunque nos indicó que antes debía reparar una avería. Por supuesto, le ayudamos sujetando las piezas y pasándole las herramientas hasta que pronto pudimos resolverlo, cargar nuestras bicis y reemprender la marcha. Tras lamentar, como en el tren Aktau- Almaty, la velocidad con la que fugazmente dejábamos atras algunas bellas panorámicas que merecían un mayor detenimiento, justo al anochecer nos plantamos en Korday. Nos despedimos cordialmente del camionero y a escasos 2km, en la misma salida del pueblo, topamos súbitamente con la primera aduana. Abandonaba Kazajistán con buen sabor de boca, sobre todo gracias al último trago (Almaty- Korday). No obstante, embriagado de ilusión, con el pasaporte como llave, llegaba la hora de abrir el cofre del tesoro natural kirguís. Del otro lado, cada vez más cerca, el lago Issyk Kul o parte de la cordillera del Pamir, entre sus joyas más preciadas, ya me hacían suspirar. 

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