Él la quería y ella se dejaba querer.
Hasta que pronto comenzó el desconcierto.
Hasta que pronto comenzó el desconcierto.
El desprecio, los desplantes, la sorna,
quisieron silenciar su canto.
Querer queriendo,
el amor no escuchaba,
mientras le ofrecían una culpa envenenada.
Mas nunca mordió el cebo.
En la vida le esperaban,
tantos cielos por surcar.
tantos cielos por surcar.
Armado de ternura,
suspiró tan hondo antes de partir,
que a pesar del odio sintió lástima.
Qué propio desprecio, pese al aprecio,
el de no saber amar.
Y qué pereza, darle oxígeno a un muerto.
Volvió en sí el colibrí rumbo a la belleza.
Mientras chapoteaba el monstruo, viéndolo volar tan alto, que ya ni sus dardos podían alcanzarlo.
Tan pequeñito, tan inofensivo.
Como una gota turbia, quedó disuelto en algún lejano punto entre la humanidad.
El monstruo que llevaba una ciénaga en sí.
El monstruo que no sabía amar.
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