Descubrí que la lealtad no era un bochornoso espectáculo de etílica consanguinidad, sino la voluntad de acogerse en la peor de las resacas.
Al amanecer tras el jolgorio de la fiesta, flotaba en la lúgubre estancia, como aura del polvo sacudido, esa magia afectiva, entre quiénes exhaustos se quedaron a recoger los platos rotos.
Así fue como, pedazo a pedazo, compusieron una unión indivisible.
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