Sus palabras solapadas en una estampida de letras, llenábanles la boca. Las orejas eran tumbas del sentido. Pensé que según Darwin, pronto no seríamos tan distintos a aquellos besugos en la pescadería. ¡Todo boca, sin oídos!
Y en plena tormenta dialéctica, acudí a mi refugio armado de ideas, mientras como el mío, proseguían los eternos soliloquios.
Me preguntaba al abandonar la cola.
¿Quién da la vez si ya nadie escucha?
No lo comprendo,
Porqué tanto hablar y para qué aguardar un turno.
Porqué a sí mismos les encantará escucharse, si nada nuevo se cuentan.
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